Muchos años pasaron desde que la mayoría de los que hacemos historia abandonamos a los héroes (de bronce y de barro) y a las grandes batallas para preguntarnos acerca de otros sujetos sociales. Porque eso es la historia: hacerse preguntas sobre cosas que no podemos resolver, buscar explicaciones en distintos tipos de fuentes, sacar algunas conclusiones que, a veces, se acercan a la verdad, y transmitirlas para que alguien nos las discuta.
Hace tiempo que la mayoría de los historiadores buscamos algo parecido. Argentinos y de otras tierras, “modernos” y “juntados”, amantes de los documentos escritos, de las fuentes orales, de las imágenes y los sonidos, feministas y machistas, religiosos y agnósticos, ortodoxos y heterodoxos, stalinistas y trotskistas. Una multiplicidad de miradas, estilos e instituciones que forman el colectivo “historiadores”, con carnet o sin él, rentados o amateurs, y hace por lo menos 50 años decidió “dar voz a los sin voz”, contar la “otra historia” (que, por cierto, no es la de los grandes héroes).
Fue así como surgieron las historias de géneros, de la vida cotidiana, de la sexualidad, del arte político, la historia social, económica, cultural, y tantas historias como pudiéramos imaginar.
No digo que no existan grupos de poder dentro de la historia, simplemente digo que cuando hay poder, también hay resistencia y que las “historias oficiales” sólo existen en la cabeza de los funcionarios que crean o protegen instituciones o implementan programas de estudio.
Muchos de nosotros, que nunca fuimos ni seremos liberales, pero tampoco adherimos al revisionismo como escuela histórica (entre otras cosas, porque la historia es siempre una interpretación, y por lo tanto una revisión de ideas, de conceptos y de contextos), que no hacemos historia como Mitre, ni como José María Rosa, ni como… hacemos historia como nosotros mismos, como cada uno de nosotros.
Tomamos herramientas de cientos de lugares, nos formamos dónde y cómo podemos, acordamos en algunas cosas con algunos, nos peleamos unos con otros, nos agrupamos por afinidades políticas y de las otras (en el mejor de los casos, formando equipos de trabajo, y en otros, apenas, bolsas de gatos) o andamos a contracorriente como perros (más que lobos) sueltos.
Y de repente nos vemos envueltos en una discusión que, creíamos, ya estaba agotada hace mucho, mucho tiempo.
Por un lado, un grupo que se arroga la institucionalización del llamado “revisionismo histórico” parece decidido a desenterrar fantasmas del pasado, que no habían sido abandonados por ocultamiento ni por una estrategia conspirativa de un par de cátedras de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Esos fantasmas, al estilo de los dioses de Nietzsche, habían muerto de aburrimiento.
¿Cómo competir con los cambios y las permanencias, con las estructuras e infraestructuras, con el análisis del discurso? ¿Cómo resistir ante la posibilidad de analizar procesos en los que si había héroes, eran héroes colectivos que se levantaban contra grupos de poder y resistían, y más que batallas hacían revoluciones o simplemente, vivían?
Por el otro lado, algunos periodistas o autores mediáticos, de dudosa vinculación con las metodologías historiográficas (siendo generosos), parecen extemporáneamente volver a la discusión de los diplomas. Pretenden arrogarse el derecho de admisión a un panteón académico que afortunadamente hace muchos años se encuentra en ruinas y vacío. Los “dioses del Olimpo” y las musas también abandonaron la tierra, donde la historia la escriben todos los días gentes de las más diversas profesiones, oficios o “laburos”, muchas veces, de manera casi anónima, como los que están en las “trincheras” de las escuelas primarias y secundarias, editoriales, centros culturales y barriales, diarios y revistas.
Afortunadamente, la historia se escribe más allá de los decretos y de las notas “de opinión”, e incluso más allá de los historiadores y de sus interpretaciones.
¿Nos sentimos atacados?
La verdad que sí, entre otras cosas porque parece que alguna “mano invisible” quisiera imponer una especie de pensamiento único justo cuando hemos logrado respetarnos entre los más diversos, configurando un espacio de miradas multifocales.
No somos todos modernos, no somos todos marxistas, no somos todos peronistas.
Somos historiadores y queremos hacer lo que más nos gusta: crear problemas.
Graciela Browarnik
Historiadora, docente, autora.
Miembro de la Asociación de Historia Oral de la República Argentina
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